Autor del Articulo: Ricardo Silva Romero
Sucede después de las horas en la nerviosa madrugada de Barranquilla. El tal Eduardo Merlano hace aquella nefasta pregunta -con acentos de amenaza- que suele escapárseles a las empobrecidas celebridades del país: Merlano le pregunta "¿usted no sabe quién soy yo?", entre la indignación, la ignorancia y la insolencia de rigor, a uno de los patrulleros que lo han detenido a la orilla de la calle para hacerle la misma prueba de alcoholemia que les hacen a todos los conductores que pasan por ahí.
Y como la respuesta nunca llega, como a ninguno de los policías se les ocurre contestarle "sí señor: usted es un hombre temible", emprende un monólogo mediocre en el que repite y repite "yo soy un senador de la república" como si fuera algo bueno. Qué colombiano. Qué triste.
Pero el pobre Merlano no tiene la culpa. Merlano les reclama a los agentes su sagrado derecho a incumplir la ley, con las pocas palabras que le vienen a la cabeza, porque lo ha dado por sentado desde que tiene memoria. Colombia vive en deuda con sus victimarios, Colombia frustra incluso a sus villanos: la rabiosa queja "¿usted no sabe quién soy yo?", que viaja de generación en generación como un título nobiliario, trae adentro respuestas tan patéticas como "yo soy el hijo del hijo de un viejo que estuvo a punto de ser presidente", tan trágicas como "yo soy el cantante de los ochenta que alguna vez salió en El show de Jimmy" y tan perturbadoras como "yo soy el puntero izquierdo que hizo un gol en la semifinal del 87", pero el cándido ciudadano Merlano, C. C. 95.527.310, la repite como si él la hubiera descubierto.
Y como la respuesta nunca llega, como a ninguno de los policías se les ocurre contestarle "sí señor: usted es un hombre temible", emprende un monólogo mediocre en el que repite y repite "yo soy un senador de la república" como si fuera algo bueno. Qué colombiano. Qué triste.
Pero el pobre Merlano no tiene la culpa. Merlano les reclama a los agentes su sagrado derecho a incumplir la ley, con las pocas palabras que le vienen a la cabeza, porque lo ha dado por sentado desde que tiene memoria. Colombia vive en deuda con sus victimarios, Colombia frustra incluso a sus villanos: la rabiosa queja "¿usted no sabe quién soy yo?", que viaja de generación en generación como un título nobiliario, trae adentro respuestas tan patéticas como "yo soy el hijo del hijo de un viejo que estuvo a punto de ser presidente", tan trágicas como "yo soy el cantante de los ochenta que alguna vez salió en El show de Jimmy" y tan perturbadoras como "yo soy el puntero izquierdo que hizo un gol en la semifinal del 87", pero el cándido ciudadano Merlano, C. C. 95.527.310, la repite como si él la hubiera descubierto.
Construir el Capitolio Nacional tomó más de 78 años: la fábrica de normas fue levantada, entre las guerras, las mezquindades y los desmanes de rigor, de 1848 a 1926. Y sin embargo bastó sólo un día de comienzos de los ochenta -fue entonces cuando comenzó la decadencia de la decadencia- para que se la tomara del todo una confabulación de mediocres.
Una marcha de políticos improvisados que gritan "¿usted no sabe quién soy yo?" mientras doblegan a sus propios electores y a sus propios jueces a punta de leyes contrahechas que nadie conoce.
El senador Merlano es sólo uno de ellos. Su padre, un excongresista sucreño condenado a ocho años de cárcel por dedicarles sus ratos libres a los paramilitares de la región, le heredó los 37.195 votos con los que fue elegido hace dos años. Y desde entonces camina por los pasillos del parlamento como un fantasma que no propone ni debate. Ninguno de sus diez asistentes ha podido corregirle la redacción de los textos que a veces lee en aquellos salones. Fue empresario, ganadero, diputado de Sucre. Prometió rejuvenecer la política que su propia familia avejentó en apenas un par de décadas. Su ideología no existe: pertenece -cómo no- al partido de 'la U'. Es un hombre en blanco que cumple 36.
Podría haber sido por siempre lo que era: otro anónimo "padre de la patria" que mira a Colombia de reojo. Pero un par de patrulleros acaban de detenerlo en la terca madrugada de Barranquilla. Y acto seguido, sin pase y muerto de miedo porque él no es él sin sus escoltas, ha declarado en su propio idioma que hacerle una prueba de alcoholemia a un hacedor de leyes es una falta de respeto. Pronto se convertirá en lo que sabemos: el senador que no está capacitado para entender por qué tiene que dar explicaciones, el chivo expiatorio de una arrogante casta de protagonistas enseñada a hacer lo que le venga en gana desde el principio de los tiempos, el representante legal de una sociedad inverosímil que no tiene claro por qué obrar mal es obrar mal.
Pero a esa hora de ese domingo es un tipo lleno de sí mismo -otro- que no siente culpa ni vergüenza porque eso aquí no se usa.
Fuente: Opinión eltiempo.com, Ricardo Silva Romero